Relatos para pasar el rato

¿Y ahora qué?

Viñeta de @perezfecto


Me gusta el frio. El frio no te deja pensar. Si piensas demasiado te puedes poner nervioso y si te pones nervioso algo puede salir mal y yo, no me puedo permitir que algo salga mal.

Un golpe de viento me empuja y me hace encoger los hombros. Miro hacia arriba antes de comenzar a caminar. Unas espesas nubes engullen la poca luz que queda a esas horas. Hoy no lloverá, pero la humedad se pega a la ropa, se cuela por la nariz, la boca, los oídos y si estas en la calle el tiempo suficiente notas como también se cuela por los poros hasta llegar a los huesos.

Me subo el cuello del abrigo y meto las manos en los bolsillos.

Al abrir la puerta del bar el olor a café, el murmullo de la gente y el calor de la calefacción funcionando a todo trapo me envuelven. Mientras me quito el abrigo y voy a la mesa del fondo miro de reojo buscando a Ángela dentro de la barra. Está de espaldas preparando un café.

Me siento y miro la hora.  He comprobado el bar con una rápida mirada, él no ha llegado, pero no tardará.

Vuelvo a mirar a la barra y saludo a Ángela con un movimiento de cabeza, supongo que me he perdido en su mirada unos segundos más de la cuenta porque el sonido sordo de una carpeta cayendo en la mesa me trae de vuelta. Chasqueo la lengua contra el paladar y la aparto. Cada vez estoy más cansado de este trabajo, incluso alguna vez me he planteado dejarlo, pero para qué engañarme, soy bueno y tampoco sé hacer otra cosa.

Ángela se acerca con un café y un trozo de tarta.

-A la tarta invita la casa –y mientras me mira a los ojos, lo deja encima de la mesa.

Como de costumbre, finjo leer la prensa mientras la miro. Hoy lleva el pelo recogido y una camisa negra. Le sienta bien el negro, contrasta con su piel y oscurece el verde de sus ojos. Cuando me pilla mirándola, pido la cuenta para disimular.

-La tarta estaba muy rica. A ver cuando quedamos y te invito yo. – digo dejando las monedas encima del platito con la cuenta.

-Cuando quieras. – contesta con esa mirada que me vuelve loco.

No me atrevo a continuar, me gusta demasiado y sé que con ella me complicaría. Prefiero sexo ocasional, sin ningún tipo de compromiso.  Asiento, le guiño un ojo y me marcho sin mirar atrás sabiendo que me sigue con la mirada.

El café y la tarta me servirán de cena. Enciendo el ordenador para empezar a trabajar. Me froto la cara con las palmas de las manos, respiro hondo y abro la carpeta que contiene el sobre, cerrado con una doble capa de celo. Abro el sobre con un rápido movimiento de muñeca. Dentro, como siempre, hay dos hojas, la primera con sus datos:

Silvia. 35 años. Soltera, sin hijos. Jefa de la brigada tecnológica de la policía nacional.

Dirección: C/del Ebro, 20. Las Rozas. Madrid.

Paso a la otra página, la foto ocupa casi toda la página, de buena calidad y en color.

-No, joder, no. ¿Pero qué mierda es ésta? – me levanto de golpe y la silla se vence y cae para atrás con un golpe seco.

Me revuelvo el pelo con la mano mientras doy vueltas por el salón intentando pensar.

Tengo que aceptar el trabajo. Ella está muerta de todas formas, si no lo hago yo, lo hará otro. Puedo aceptar el trabajo y luego no hacerlo para ganar tiempo, huir, esconderla, esconderme, lo que sea. Aunque de esa forma, los muertos seríamos dos. No. Rechazo el trabajo y ya está.

Piensa, Carlos, piensa. ¿Y qué hace trabajando en un bar? Estará en una operación de infiltrada… Pero no tiene sentido, los de la brigada tecnológica no trabajan de infiltrados y menos la jefa… Tiene que haber otra explicación. 

Levanto la silla del suelo y me siento de nuevo. Abro el correo. Ahí está el email de la ‘Agencia de viajes La Eternidad’.

Contesto:

El presupuesto me encaja. Me pasaré por allí en un par de meses.

Saludos.

Carlos.

Le doy a enviar y sin ni siquiera apagar el ordenador me pongo el abrigo, bajo las escaleras corriendo y salgo a la calle. Cruzo el paso de cebra sin mirar, recorro la calle, doblo la esquina y me paro en la puerta de bar.

Está cerrado, pero Ángela sigue dentro terminando de recoger. Me mira, pero no sale. Termina de limpiar la barra, se quita el delantal, se pone el abrigo y se acerca con las llaves en la mano. Espero. Cuando cierra la puerta del bar me mira sin decir nada.

-¿Y qué tal ahora? – pregunto.

Niega con la cabeza. Apoyo el brazo contra la puerta y me acerco más.

-¿Por qué no?

Su pecho se agita debajo del abrigo, las pupilas se le dilatan, entreabre la boca, pero no dice nada. Siento su aliento en mi boca, el deseo llega con fuerza y noto como abulta mi pantalón.

-¿Prefieres tomar algo o besarme? – dice al fin en un susurro.

-Besarte

-Vamos – y con una sonrisa de medio lado comienza a caminar.

La sigo en silencio. No andamos ni dos manzanas calle abajo cuando se para y saca una llave del bolso.

-¿Vives aquí?  – mi voz suena más incrédula de lo que había esperado.

-Sí, ¿Por qué?

-Por nada, es que somos casi vecinos – digo riendo. – No sé por qué, pero te imaginaba viviendo a las afueras.

-En un chalé en Las Rozas ¡no te jode! – contesta entrando en el portal.

En cuanto cierra la puerta de su apartamento la agarro por la cintura, pego mis caderas a las suyas y con la otra mano le agarro la nuca. La miro a los ojos, esperando, conteniendo el deseo que aprieta por dentro y se revuelve como una bestia encerrada en una jaula demasiado pequeña.

Apoya sus labios en los míos, sigo esperando. Su lengua entra en mi boca, despacio, pero en cuanto se encuentra con la mía dejo de contenerme. Ella me sigue.

Follamos de pie, luego en el sofá para terminar en la cama con un violento orgasmo.

Sin acordarlo, pero sin poder evitarlo me quedo dormido. Me despierta un rayo de sol que se filtraba por un agujero de la persiana.

Miro la hora, son casi las once y media. Iba a salir desnudo de la habitación cuando oigo a dos personas hablando. Recojo del suelo la ropa y me visto.

Cuando salgo de la habitación y me ven, las dos comienzan a reír a carcajadas, supongo que mi cara lo dice todo.

-Demasiado pronto para conocer a la familia, pero ya que estamos… Carlos, ésta es mi hermana Silvia.

-¡Hola! – contesto alargando la mano – Lo siento, es que sois iguales.

-Es lo que tiene que seamos gemelas. – dice Silvia recogiendo mi mano con un firme apretón.


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